martes, noviembre 16, 2010

La intuición escatológica en el Siglo IV

A la falta de apologistas fuertes que en los primeros siglos después de Cristo, fueran capaces de plantear en términos sólidos el germen de pensamiento cristiano que iría a insertarse en la racionalidad clásica, lo que fue surgiendo tuvo la forma principal de un llamado a los impulsos elementales, a las características propias de una búsqueda humana que encontraba un relevo a la decadente espiritualidad pagana, asociada a un imperio siempre en declive en su forma orgánica de corrupción. Este transitar hacía un momento final que antecedía a un nuevo nacimiento, formaba parte de una escatología romana, proveniente de su herencia cultural etrusca. El advenimiento de las circunstancias fatídicas, no aparecía como producto de una corrupción natural de las constituciones, al estilo griego, sino como producto de un castigo divino a faltas religiosas y morales

Esta concepción sacral de la historia, sentida como una serie de culpas, expiaciones y rendiciones, formaba parte de la herencia que Roma había recibido de Etruria: la idea de que la vida de cada individuo y de cada pueblo tuviera establecida una duración fija, articulada en periódos (saecula para los pueblos) […][1]

Esta visión lineal del tiempo, se oponía a la concepción de un eterno retorno, donde las condiciones acaecidas una vez, se replegaban en un tiempo que al desplegarse, volvía sobre sí mismo. Esta particularidad es la que permitió la inserción al núcleo cultural romano, del pensamiento escatológico cristiano, y sus promesas de formación de un hombre nuevo. De ahí que textos como la IV Egloga de Virgilio, o las profecias de la sibila fueran interpretados como presagios del inevitable triunfo del cristianismo, entendido como el advenimiento de la nueva edad de oro.

La gens aurea que nace es el nuevo siglo que, según la usanza etrusca, se adivina en el individuo que simboliza a toda la generación, el puer de le eglóga, cuyo crecimiento humano se produce de forma paralela a la progresiva liberación del mundo y de la naturaleza del mal y cuyo signo distintivo es, según la invocación del Carmen 64 de Cátulo, el don de una relación nueva con la divinidad.[2]



[1] Marta Sordi. Los cristianos y el imperio romano. P.142

[2] Ibíd., p. 146

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